jueves, 1 de marzo de 2012

¡Que no vuelva!

Tenía doce años cuando la casaron con el capitán Nicolás. Él, ya con cuarenta, era viudo y sin hijos.
No le preguntaron si quería casarse, ni si lo quería a él como marido. A su familia les había bastado que  el capitán era un hombre acomodado, dueño de un barco de tres cubiertas, que con su tripulación de veinte marineros cruzaba los océanos. Su casa, llena de muebles de nogal y de miles de otras cosas preciosas, traidas de todas las partes del mundo, era la única de dos pisos en el pueblo. Era una gran  suerte que un hombre así había puesto sus ojos en ella, tan poca cosa, y que había pedido su mano en matrimonio. Ella iba a convertirse en una gran señora, con criadas que harían por ella las tareas más duras de la casa. No tendría que trabajar en los campos. Iba a tener una vida fácil, no como la de su pobre madre, que después de quedarse viuda, y sin hacienda, se las vio y se las deseó para criar a sus tres huérfanos. Tenía ella que casarse pronto, para que llegara después el turno de su hermana menor y para que pudiera al final casarse también el varón de la familia, que era el mayor de los tres hijos de la viuda.
Unas semanas después de la boda, el capitán tuvo que marcharse en su barco. Cuando regresó, ella tenía ya en brazos a su primogénito. Se fue de nuevo, al cabo de dos meses, para encontrar, al volver, a su familia aumentada aún más. Partió por tercera vez.
Durante sus viajes le mandaba puntualmente una carta cada mes, informándole de su buena salud, y preguntando por la de ella y de los hijos. Eran cartas formales sin emoción y sin mucha información sobre las peripecias  de sus viajes. Ella no sabía leer, así que  el domingo llevaba consigo la carta a la iglesia, para que se la leyera el cura. Él contestaba de su parte, informando formalmente al capitán de la salud de su familia y deseándole la protección de la Virgen Santa. En las cartas, no le contaba a su marido de los mareos ni de las otras molestias que padecía a causa de su tercer embarazo, ni le decía que a veces no tenía fuerzas ni para levantarse de la cama. Tampoco se quejaba de que se sentía deprimida por permanacer todo el santo día encerrada entre las cuatro paredes de la casa, puesto que en aquellos tiempos se consideraba rarísimo que una mujer, cuyo marido estaba lejos de casa, saliera por las calles a pasear, o a hacer visitas.
A pesar de sentirse mala, al enterarse  que el capitán aún se encontraba en un país lejano y al darse cuenta de que mucho tiempo iba a pasar antes de que él  pudiera regresar al pueblo, sentía un gran alivio, una alegría recóndita. ─!Que no vuelva!, Dios mío, ¡que no vuelva más!─, rezaba y enseguida se arrepentía, horrorizada por su propia vileza,  pidiendo  perdón a la Virgen, para volver a caer en el mismo pecado mortal muchas veces, según se acercaba el día previsto para el regreso del capitán.
Ya tenía a su nuevo bebé, tan suave y chiquito, y no conseguía abandonarse a disfrutar del placer de su maternidad una sensación que acababa de conocer por vez primera a sus diecisiete años, después de su tercer parto , vencida como estaba por la angustia de la espera  del marido.
Aquel huésped extraño de su casa, que la tenía temblorosa...
─Muchos barcos se hunden, Dios mío, ¡que no vuelva más!, rezaba con fervor.
─Virgen Santísima, ¡que no vuelva!

Tina Dugalí (Texto escrito para la tarea de clase ´El  huesped´)


                                                                                                            Atenas, 16 de febrero 2012

2 comentarios:

  1. Gracias Tina por dar el pistoletazo de salida a este viaje compartido entre realidades y ficciones, a esta aventura literaria impregnada de huéspedes, de viajes... Que los vientos nos sean propicios.

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  2. !No me lo creo! Justo después la invitación Tina se fue de viaje, que vuelvas aún más enérgica y vivaz Tina. El relato me recuerda de las historias que nos contaba mi abuela en la isla durante las vacaciones de verano cuando los padres no estaban...

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