viernes, 9 de marzo de 2012

El viaje a Venecia

      El viaje a Venecia
Se llamaba Cristina. Le pusieron su nombre en honor de su padre, Cristos, que se había muerto de tisis con sólo veinticinco años, precisamente a los ocho días de su nacimiento.
Desde el principio la consideraron un pájaro de mal agüero y no la quisieron. Su abuela paterna, que acababa de perder a su único hijo, lejos de verla como una continuación de este, la inculpó de su muerte, acusándola de haber venido a la vida, robando la de su padre. Su madre ─que acababa de enviudar a los diecinueve años─ estaba tan hundida en su duelo y su desesperación, por encontrarse de repente sola y sin ningún medio para sobrevivir y criar a sus dos niñas, que no fue capaz de darle afecto. El hecho de que ella no fue particularmente agraciada, a diferencia de su hermana mayor ─que fue una belleza─, no la ayudó a ganar simpatía. Durante su larga vida, sólo sentimientos de culpa fue capaz de inspirar a su familia, cuyos miembros se sintieron siempre obligados a  ayudarla con sus necesitades económicas, no por amor, sino por remordimientos, por no haber podido quererla.
Con tal principio, no es de extrañar que su vida fuera profundamente infeliz. A los dieciséis años se fugó de casa enamorada de un tipo, que engañado por sus mentiras de mitómana empedernida, le había prometido matrimonio, aspirando a su inexistente gran dote. Entonces su madre, que unos años antes había vuelto a quedarse viuda, con cuatro hijas más para criar, la había echado de casa con dureza, para que no contaminara con su inmoralidad a sus hermanas. Ella tuvo que dar a luz a su único hijo sola. Después de que su bebé muriera , a los pocos meses de edad, la familia la recogió de nuevo a casa, con magnanimidad, pero ella no quiso conformarse con la voluntad de su madre y casarse con el hombre que la familia había elegido para ella. En cambio se fugó otra vez con un inútil, que nunca fue capaz de mantenerla y para el cual tuvo que trabajar durante toda su vida.
Era hermana mayor de de mi madre ─media hermana, ya que tenían padres diferentes─.
Me acuerdo de sus visitas mensuales a nuestra casa. Al contrario de las otras tías que nos visitaban, tía Cristina nunca nos traía, a mi hermano y a mí, golosinas ni juguetes u otras cositas. Una vez trajo una sola empanada de queso, sólo para mi madre, y esto causó un momento embarazoso entre todos nosotros.
Venía a casa siempre cansada y con los pies dolidos por sus andanzas por el centro de Atenas. No andaba por gusto, desde luego, sino porque su malpagado trabajo ─en el bufete de un famoso abogado─ consistía en hacer trámites. ─No era capaz de nada mejor, solía decir mi madre, y lo que le pagaban, por poco que fuera, ya era mucho. 
En sus visitas ─que probablemente las hacía, pienso ahora, con el motivo de recibir la mensualidad que juntaban las hermanas entre sí para ayudarla─ me acuerdo que hablaba seguido. No paraba de contar historias, sin interés y probablemente sin verdad ninguna, causando fastidio y desazón entre nosotros. Alguna vez mi padre, o mi madre, acababan impacientándose con ella y le decían que se callara ya.
Su fin no fue más feliz que su vida. Poco después de quedarse viuda, se enfermó de alzheimer. Cuando su estado  empeoró, sus hermanas decidieron meterla en una residencia, pero después de haber pasado ingresada  allí tan sólo un mes, la más buena de mis tías, una mujer santa y sacrificada, la recogió por misericordia en su casa, donde se murió, después de haber permanecido por largos meses en un estado vegetal.
De la tía Cristina me acuerdo de su dulzura, mezclada con miedo, cuando la visité por una sola vez en aquella residencia de ancianos. Me había reconocido como una persona querida, pero no sabía ni mi nombre, ni la relación que tuvimos. Otro recuerdo que tengo de ella, más lejano en tiempo, es este: Una tarde, en una de sus visitas mensuales, cuando tendría yo dieciséis o diecisiete años, alguien habló de Venecia. Quizás vimos algo en la televisión o lo escuchamos  en la radio.  Entonces la mirada de la tía Cristina se había endulzado, sus ojos se habían llenado de ilusión y había exclamado que ella soñaba con visitar algun día Venecia, que aquello era su ilusión, porque Venecia era un sitio mágico, la ciudad más bella del mundo entero.
Esta declaración me conmocionó. Las hermanas la ayudaban para pagar el alquiler y para hacer las compras diarias, pero nunca pensaron en ofrecerle algo más, ni mucho menos un viaje de ensueño. Tal vez ni lo pudieran hacer. Entonces yo era demasiado joven para tener dinero y poder darle este placer a esta tía ─a quien al fin y al cabo nunca quise mucho─, pero me acuerdo que en aquel instante me prometí a mí misma, con mi fulgor de adolescente, que cuando pudiera, le costearía yo a Cristina un viaje a Venecia.
Por supuesto nunca lo hice, nunca tuve el dinero suficiente para gastarlo en ella, nunca pude ofrecerle algo más que una corona de flores, en su funeral.

Tina Dugalí  (Texto escrito para la tarea de clase ´Un Viaje´)


                                                                                                                         Atenas,  1 de marzo 2012



1 comentario:

  1. Lo que me impresionó mucho de este texto, fue el título. Leyendo el relato, el lector se pregunta que tiene que ver la ciudád mágica de Venecia con la vida simple y triste de esa mujer cansada de vivir.
    Y en el último párrafo el lector encuentra su respuesta junto con un sentimineto profundo de melancolía.

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