jueves, 22 de marzo de 2012

La envidia

      
La envidia
En la casa de mis padres no hay cosas de mucho valor. Ambos provenían de familias de refugiados de Asia Menor, que fueron expulsadas de allí después de la derrota del ejercito griego al final de la expedición desastrosa de 1922. Como las familias de mis abuelos tuvieron que abandonar todas sus posesiones para salvar la vida, mis padres no pudieron heredar bellas cosas antiguas, como las que yo admiraba en secreto, durante mi adolescencia, en las casas de unas ricas compañeras de clase.  
Mis padres tuvieron que amueblar nuestra casa poco a poco, con cosas que compraron ellos mismos en el curso de su larga vida en común. Se casaron justo cuando terminó la guerra civil que había estallado en Grecia después de la liberación de la ocupación alemana, en un tiempo cuando el país estaba intentando curarse las heridas de esas dos guerras devastadoras. Así que en los primeros años de su matrimonio nuestra casa tenía sólo los muebles más esenciales, es decir, la cama matrimonial con sus dos mesitas de noche y una cómoda, un armario para la ropa, mi propia cunita rosada ─que más tarde, cuando nació mi hermano, la repintaron de azul─ ,  una mesa de comedor con sus sillas a juego y pocas otras cosas.
En la década de los sesenta, cuando la situación económica del país mejoró, mis padres pudieron comprarse electrodomésticos, sofás, sillones, mesitas y consolas para amueblar el salón, un comedor nuevo y también una nueva estantería para los libros. Compraron además cosas para decorar: Alfombras, lámparas y arañas del techo, unos cuadros nuevos para añadir a los dos que ya teníamos desde que yo puedo acordarme, floreros y bomboneras de cristal, unas estatuillas de porcelana, bolitos de plata, un mantel bordado a mano con sus servilletas y otras cosas así. De estas sus nuevas poseciones mis padres estaban muy orgullosos, aunque en el fondo sabían que su valor no era duradero. Su calidad no era mala, su estética tampoco, pero al fin y al cabo no tenían nada fuera de lo común, así que siempre estuvimos conscientes de que nunca llegarían a ser estimadas como antigüedades, por mucho tiempo que transcurriera.
Lo único, fuera de los libros,  que tiene algo de valor especial en mi casa paterna, lo único que uno podría, en efecto, desear heredar, es un servicio de té, hecho de plata. Una obra de orfebrería elaborada, en un estilo quizás demasiado baroco, el servicio, con sus dos teteras, el azucarero y la lechera puestos juntos en una bandeja grande, adorna  siempre la consola central en el salón de mi casa paterna. Mis padres lo habían comprado de segunda mano, a un precio de ocasión, a una familia empobrecida no sé exactamente bajo qué circumstancias─.
Ahora mi padre está muerto desde hace más de diez años, y mi madre, a sus noventa y dos, vive sola en la casa familiar, junto con la mujer que la cuida. Como tiene muchos problemas de salud entre los cuales el más desalentador es la demencia senil de la que padece─  he planteado muchas veces, dentro de mí, la cuestión de qué vamos a hacer con las cosas de la casa, cuando llegue el día para decidir.
Nuestras casas, la de mí hermano y la mía, están llenas, a estas alturas de nuestras vidas, de muebles y cosas que nosotros hemos adquirido, para decorarlas a nuestro gusto. Hasta la casa de mi hija recién casada tiene ya todos los muebles y los adornos que ella y su marido necesitan. En cuanto a los otros nietos de mi madre, o sea mi hijo y mi sobrina, ellos todavía no tienen casas permanentes propias, sin embargo mucho me temo que tampoco les servirán de algo los  muebles, ya viejos y desgastados, de la abuela.
Mi madre, cuando todavía tenía su juicio íntegro, me había hablado del horror puro que había sentido al ver los muebles de una íntima amiga suya tirados en la calle, después de su muerte. “Ya sé”, me había dicho entonces, con este tono dramático tan suyo, “ya sé que Atenea necesitaba vaciar la casa cuando antes para venderla, pero cuando ví aquellas cosas que su madre apreciaba tanto, tiradas para que las recogieran los basureros,  sentí un dolor agudo hasta el fondo del alma”.
Ahora bien, aunque mi madre me ha dicho esto, dejando claro que a ella no le gustaría para nada que tiráramos sus cosas, creo que es probable que tampoco nosotros podremos evitar tirar a la basura muchas de ellas, si no encontramos a tiempo a alguna familia que las necesite. Como en el fondo soy realista, pienso que lo que mi madre nunca sabrá, no podrá herirla. Así que lo único que me está preocupando, de verdad, es la cuestión de qué vamos a hacer con ese juego de té ....
Mis padres lo consideraron siempre como una cosa digna de ser codiciada por sus herederos. Mi padre me había dicho en el tiempo mismo en que lo compraron que cuando ellos murieran, tendríamos que dividir las piezas de las que consiste el servicio, entre mi hermano y yo: Uno se quedaría con una tetera , el azucarero y la lechera y el otro heredaría la bandeja junto a la otra tetera. Por su parte mi madre ─ella en estos últimos años, poco antes de enfermarse─, me dijo un día, en un momento inesperado, que le gustaría que no dividiéramos las piezas del juego de plata, sino que lo heredara completo uno de nosotros, dejándolo a la suerte que decidiera quién.
No me juzguéis mal, los que estáis leyendo esta narración. No es que yo no quiera a mi hermano, ni tampoco es que me guste tanto aquel servicio de té. Dicho esto, os mentiría si os dijera que aquella disposición de mi madre no me ha dolido. O que no me hizo sentir la mordedura de la envidia por aquel maldito juego de té. La verdad es que haría qualquier cosa por mi hermano, que se lo daría todo lo que tengo, si fuera necesario.También es verdad que para este juego de té ─suponiendo que fuera yo la que lo heredara─ quizás no haya sitio en mi casa, ni para exponerlo, ni siquiera para almacenarlo. Entonces, ¿cómo se podría explicar mi reacción?
Profundizando un poco, pienso que probablemente lo que ha causado la envidia que sentí, es que mi madre ─quien siempre ha tenido una inclinación especial, una debilidad más que evidente, hacia mi hermano─ no pensó en que su hija se interesaría normalmente más por un adorno de casa  que su hijo, y que tampoco se le pasó por la cabeza que su hijo tenía  ya en casa un juego de té de plata, heredado de su suegra (su mujer es hija única),  un juego que es menos pomposo y quizás más elegante que el suyo.
Al fin y al cabo, es el amor ─o su carencia─ lo que importa, de verdad.
La envidia es en el fondo siempre por el amor, no por las cosas...

Tina Dugalí                                                                                                    Atenas, 12 de marzo 2012

(Texto escrito para la tarea de clase sobre el tema de la envidia)
                                                                                   

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