Sé que tu mano saldrá por debajo de la tierra para protegerme
MARÍA ROSA LOJO
Uno de los escasos recuerdos de mi primera infancia va
así: despierto en el medio de la noche, llorando desesperada. Siento a mi padre
muy cerca de mí y oigo su voz tranquila y confortadora:
-¿Qué
le pasa a mi bebé?
-¡Papá,
que ha venido el lobo!
-¿El
lobo vino en tu sueño? ¿Y por qué no llamaste a tú papá? ¿No le dijiste al lobo
que tú papá iba a cogerlo por las mandíbulas y partirle en dos?
Miré sus manos enormes y fuertes (¡pero tan tiernas
cuando me acariciaban!), que con ademanes impetuosos me mostraban cómo iban a
partir el lobo en dos, y enseguida dejé de llorar.¡Qué tonta había sido por no saber
decírselo esto al lobo! Inmediadamente me sentí aliviada, segura, a salvo de
cualquer peligro.
-
Si viene otra vez, enseguida se lo dices, ¿vale, mi niña? ¡Verás cómo él se irá corrrriendo!
Desde luego, esto fue cuando yo tenía solo dos o tres añitos.
Al pasar el tiempo, me di poco a poco cuenta de que mi padre no era el ser
todopoderoso que de pequeña me había creído, y que por más que lo hubiera
querido, ni siquiera él sería capaz de
protegerme de cualquier mal...
Sin embargo, la sensación
de que lo tendría siempre a mi lado, si las cosas se ponían feas, nunca me
abandonó del todo.
No es que no discutíamos y no nos enfadábamos, alzando a
menudo las voces. Todo lo contrario: yo como la joven sabihonda que fui, a menudo
le llevaba la contraria mientras que él nunca daba su brazo a torcer. Ni siquiera estaba de mi lado cuando yo tenía discusiones con otros, en su presencia. Al contrario,
estaba casi siempre del lado de ellos, a veces ayudándoles, encima, en su argumentación en contra de mí.
Es curioso, pero su oposición, lejos de molestarme, me daba más fuerza, porque para mí era una prueba de
su confianza en mí, de su convicción de que
yo sería capaz de desenvolverme solita, cualesquiera que fueran las circunstancias.
Además podía sentirme segura de mí misma porque en el fondo sabía que él nunca permitiría
que alguien me tratara con injusticia o malevolencia. Tenía la certeza de que
en caso de necesidad, él saldría sin más en mi defensa; que aunque no solía
estar de acuerdo con mis argumentos en las discusiones, él siempre estaría de
mi lado.
Mi convicción de que él iba a protegerme siempre se ve
clara en otro sueño que tuve con él ya cincuentona,
algunos años después de su muerte. Va así: estoy conduciendo, cuando me veo
involucrada en un accidente de tráfico. (Es un miedo que siempre he tenido,
siendo consciente de lo despistada que
soy). En el sueño no está muy claro quién ha tenido la culpa. Yo me siento algo
responsable, pero no del todo, puesto que en mi opinión también el conductor
del otro vehículo ha fallado. De todas maneras, ocurre que del otro coche salen
tres o cuatro personas que con gritos vienen
hacia mí en disposición muy amenazadora. Mientras que yo, agarrotada de pánico,
trato de apaciguarles y apelar a la razón, aparece de repente mi padre con su
sonrisa confortadora y se enfrenta a ellos.
-¡Tranquiiiilos,
eh!
En la escena siguiente ellos ya no están. Yo me abrazo a
él llorando, y aunque sé que ya está muerto, le digo:
-¡Por
fin has venido! ¡Dónde has estado todo este tiempo!
¡Qué valiosa ha sido en mi vida su protección, su lealdad y su confianza
incondicional! A pesar de que me regañaba sin piedad, de que fue estricto y
autoritario, nunca me hizo sentir que fui algo menos que la hija perfecta para
él. Al contrario de mi mamá (quien, sin embargo, había hecho mucho más
esfuerzo que él, para ser buena madre), siempre solía restar importancia a las
circunstancias que me pesaban y me producían ansiedad. Por ejemplo, algo de lo
que me acuerdo con enorme gratitud hacia él es la conversación que tuvo una vez con
mi mamá, durante el tiempo de mi torpe adolescencia, después de una regañina
que ella me había dado, porque no me
apetecía bailar en las fiestas.
-¿Por
qué te metes con ella, si no quiere bailar?.
-Es
demasiado tímida. Además, si no baila, ¿cómo
va a echarse novio algún día?
-¿Y
por qué es necesario que al novio que tenga le guste bailar?¿Acaso no hay
chicos que como ella son tímidos y no bailan?
¡El ánimo que me dio con esta frase! ¡Mi peor miedo hecho añicos en un solo instante! (Y, por cierto, el novio que me eché, al cabo de pocos
años, el que después fue mi marido, es más tímido que yo y ¡no ha bailado en la
vida!)
Mi padre fue generoso. En todos los sentidos de la
palabra. Daba de sí, perdonaba, era comprensivo. Tenía muchos amigos, muchísima
gente que lo quería y lo apreciaba. Lo que no tuvo es enemigo alguno. Hasta
para el tipo que le había denunciado por comunista, durante la guerra civil, por
culpa del cual tuvo que pasar dos años de su juventud exiliado en una isla árida
del Egeo, tenía palabras piadosas. “Es tonto y pusilánime, el pobre”, decía. “No
le guardo rencor”.
Como hijo de refugiados de Asia Menor, refugiado también él
mismo a tierna edad, había conocido la pobreza y tenía compasión por los que la
padecían. Aunque no fue creyente daba como un cristiano: sin saber su mano
izquierda lo que hacía la derecha. Muchas veces a escondidas de mi madre, que
era más práctica. Y tenía su manera de dar, con cariño sin que el otro se sintiera
mal, humillado o, en algo, inferior, por encontrarse en necesidad.
También era valiente. No es que no tuviera miedos; es que
los afrontaba con entereza y valentía.
Tuvo un final que no merecía. O quizás sí que lo merecía,
por haber sido tan poco cuidadoso con su salud y en general con las cosas que
lo afectaban solo a él, a su persona. Aquejado
por mucho tiempo de diabetes y de presión alta, había padecido en sus últimos
años varios pequeños infartos cerebrales que acumulados le provocaron problemas
de memoria que iban agravándose, junto a otros que afectaron su movilidad y su
equilibrio al caminar. Después de un infarto más grave, su situación empeoró de
repente. Vivió ocho meses después de eso, ocho meses de continuo -y espectacular- declive físico y mental. Un hombre alto
y fuerte, mi gigante invencible, se convertiría gradualmente en una masa de huesos
sin músculos, que ni siquiera podía sostenerse sentado en una silla de ruedas. Perdió
la sensación de tiempo y de lugar donde se encontraba. En un momento estaba en
los años de su noviazgo con mi madre y en el siguinte minuto en el presente, o
en un pasado mucho más cercano. Se preguntaba, por ejemplo, cómo era que no se
encontraba en la casa de sus padres, aquella del barrio de refugiados, y al instante siguiente no podía explicar qué hacían “aquí” los muebles que deberían estar en
“la otra casa”. También se había puesto imposible de manejar. Se volvió
agresivo, desconfiado y, en poco tiempo, insoportable. Mi madre, para poder cuidarlo, tuvo que
contratar no a una, sino a dos mujeres que vivieron con ellos por meses, haciendo
turnos al lado de él.
Lo único por lo que estamos agradecidos, mi hermano y yo,
es que él no llegó a olvidarse de nosotros; de que con nosotros nunca fue agresivo, sino tierno
y lleno de confianza y amor.
En sus últimas dos semanas se puso muy enfermo. Tuvo una
pulmonía, ya que por culpa de su demencia se le había
olvidado cómo tragar, y padeció la humillación de la alimentación forzosa y del
catéter. Su desgaste fue tremendo. Cayó
en un coma del que se despertó sólo dos veces. La primera fue cuando vino a
visitarlo su hermana, un poco mayor que él, a la que amaba muchísimo. Viéndolo
así, ella no tuvo más remedio que ponerse a gritar desconsolada. Los alaridos de
su hermana consiguieron el milagro de hacerlo volver en sí. Trató de
apaciguarla sonriéndole. Le agradeció la visita. También reconoció y saludó a
sus dos sobrinos, que iban con ella, preguntándoles por sus respectivas familias
y sus trabajos, con una lucidez sobrecogedora. Preguntó dónde estaba mi hermano,
que en aquel momento no se encontraba con nosotros, y hablándome a mí, intentó a
disculpar a su hermana, por su poca entereza:
-La pobre, tuvo tal asombro....
La tarde del día anterior a su muerte,
se despertó por segunda y última vez, cuando un sobrino suyo, médico, que había
ido para examinarlo, le preguntó en voz alta cómo estaba. Abrió los ojos y
dijo:
-De maravilla.
Estas fueron sus últimas palabras.
Quisiera concluir esta historia con un
tercer sueño. No lo tuve yo, sino mi prima. Soñó con mi padre, muchos años
después de su muerte, en circunstancias muy particulares y en efecto trágicas:
su marido acababa de morir en un accidente absurdo, depués de caerse de un árbol,
mientras lo podaba, en su propio jardín. Como es de esperar, mi prima estaba bajo
un shock terrible en aquellos días, como si el suelo se hubiera abierto bajo
sus pies. Soñó con mi padre -el mío, no el suyo, al que, por cierto,
había amado mucho y que también estaba muerto hacía tiempo-. Pues, vio a mi papá, que fue su tío, caminando
hacia ella con su sonrisa confortadora y algo burlona (¿desafiante a la
muerte?) y supo que sus hijos y ella saldrían de eso y que todo iba a volver a estar bien.
Tina Dougali, 19 mayo 2017
( Texto inspirado en el poema en prosa Amor Constante de María Rosa Lojo, trabajado en clase )