Amaneció un día azul y gris, un día de plomo. Una frase
daba vueltas repetidamente en su cabeza: “la vida se quedó en vela”. Era un
sueño algo extraño. ¡Un piano vibrando solo en un desierto! Y la música, tan
penetrante, tan tenaz, le había atravesado todos los poros de su cuerpo hasta
los tuétanos, resonando fuertemente en su oído. ¿Puede haber música donde casi
no hay vida? El paisaje evocaba algo lejano, pero no tanto. Pasó la mañana
tocando el piano. Aquella melodía se había vuelto casi una obsession. Luego,
bajó a coger el correo. Había una carta para él. Al leerla se dió cuenta de que
era una carta de amor, muy apasionada. Fue la primera sorpresa.
Esa noche soñó el mismo sueño, pero esta vez no vió sólo
el piano, sino, además, una bandada de pájaros volando sobre el desierto. No
pudo pegar ojo. Era ya madrugada. Se levantó y fue directamente al piano.
Tocaba la melodía del sueño. Mientras golpeaba el teclado, Alberto recordó que
su padre, años atrás, había hecho una investigación sobre el desierto de Atacama. Entonces, ¿sería aquel desierto
que había soñado? Lo buscaría para asegurarse. Antes fue para el correo.
Otra carta lo esperaba.
Entró en el “cuartito azul”. Lo llamaba así porque era
como el cuarto de los sueños, de los recuerdos, donde duerme la memoria, donde
duerme la poesía. Allí guardaba las cosas de sus padres. Encontró la carpeta y
las fotos. ¡Está clarísimo!, exclamó, ése es el desierto. Lo que más le impresionó
era algo subrayado: “Por el cielo se pueden ver en ciertos períodos pájaros
marinos que atraviesan el desierto en busca de un lugar propicio para la
incubación. Entre el septiembre y el noviembre, se produce el bello fenómeno
del desierto
florido en los años de demasiada pluviosidad”.
Se quedó
pensativo. ¡Atacama, un paisaje lunar, arquitectura huraña y desierto florido!,
exclamó. Miraba las fotos. En una, sus padres y otras dos personas. En la
carpeta encontró algo que le asombró: un papel pautado. Sí, una partitura con
este título: Suite del desierto de Atacama. En la página
de atrás leyó: “Voz insufrible diseminada/ sal substituida/ ceniza, ramo negro/
en cuyo aljófar aparece la luna/ ciega por los corredores de cobre/.”
Tomó el papel y fue al piano. Su madre, pués, que era
también pianista, pensaba componer una Suite del desierto florido. No, intentar
a estas alturas -reflexionó- averiguar los motivos de su inspiración, sería una
tarea vana. La verdad es que tampoco
importa mucho constatar ahora la exactitud de todas esas evocaciones que
provoca en mi alma. Pero, lo que sí importa es salvar del olvido la partitura, infundiéndole
nueva vida. Tocó los primeros compases. ¡Sí! Su madre le pedía concluir la Suite
inacabada. El sueño era significativo, una premonición, o un preludio, acaso.
Noche mineral, estrellada, y la luna como una perla va
por el cielo. Ni una sola voz se escucha; sólo el viento bramando. Arriba, los
pájaros, y abajo, la noche oscura, oro, salitre, carbón… Vagaba su pensamiento
mientras tocaba el piano. Sí, la música late incluso allí, donde la vida parece
imposible o invisible, y florece. Duerme en las entrañas de la tierra, dentro
del metal, vaga por el aire, esperando alguien que la despierte. La música del
desierto árido, duro, huraño, tan poco hospitalario, misterioso, extraordinario
y sorprendentemente maravilloso, pedía ser escuchada. La danza de los metales,
de los pájaros, del viento, de la lluvia, de la luna, de la arena, de las
flores, pero también de los hombres que se perdían en los socavones del
infierno para sacar a la luz el metal, con la pala, con el pique indagando el
útero de las tenebrosas minerías (sacó salitre del martirio, extrajo lágrimas
del suelo), se figuraba en aquella partitura. Esos elementos bailaban como
sombras, vagaban por el aire como visiones errabundas. Estaba en vena. Tocó
hasta muy tarde. “Se cumplió el destino”, murmuró.
Aquella
noche durmió tranquilamente. Amaneció de buen humor, estaba muy alegre. Se cebó
un mate y se puso a trabajar. Componía y tocaba la mañana entera. Tuvo la
sensación que encontraría algo más. Así fue. Otras dos cartas y un CD esta vez.
Lo escuchó. Eran tangos. ¿Quién le enviaba aquellas cartas de amor y el CD?
Pasaron dos
días sin nada especial. La Suite estaba casi terminada, faltaba sólo el final.
El tercer día tuvo una corazonada y bajó muy temprano a ver si había algo. Se
topó con el cartero, cogió el paquete y salió. Al abrir el sobre, no creía lo
que veían sus ojos: la misma foto, aquella en la Atacama florida con las mismas
personas.
Cuando
regresó a su casa escuchó otra vez el
CD. Su instinto le decía que las canciones eran el hilo conductor hacia el
camino de la revelación. Había un mensaje oculto ahí y era preciso descifrarlo.
Apuntó los títulos. De tango a tango vamos atando cabos, dijo a sí mismo. Pero,
¡carajo! Esos tangos interpretarían el sábado LOS MALEVOS, el conjunto musical
donde cantaba y bailaba Rosario, su novia, en el Cafetín “El Choclo”. Allí descubrió
que el cartero era el hermano de Rosario, Enrique, el cineasta que planeaba
rodar un documental sobre la Atacama...
- Sí, le
dijo Enrique, yo soy el misterioso cartero, el que te mandó las cartas
golondrinas, como las llamas vos. Mi padre -el de la foto- amigo íntimo del
tuyo, me las dió y él me habló de la investigación. Son de tus padres, son el
testimonio de su amor.
Alberto le
habló de la Suite y Enrique se entusiasmó. Esa sería la música de la película ¡Qué
noche tan maravillosa! Noche de ilusion y de pasión.
Amaneció un
día de sol radiante. Terminó la Suite y empezó a componer un Nocturno también. A
eso de la tardecita vino Rosario.
- Vení, le
dijo. Y subieron a la azotea. Puso el CD. La cogió de la mano y empezaron a
bailar contra el ocaso anaranjado y violeta. Se entregaron al baile largo rato,
hasta que los colores del crepúsculo se fueron apagándose, desvaneciéndose en
la lejanía. Quedaron así abrazados sin hablar. La música, el silencio …el amor.
- Siento,
sueño, luego existo, meditó Alberto. Además, ¿qué es la vida? Un sueño, puro
juego, pura invención. Como el amor; hay que inventarlo cada día, cada rato, cada
hora y …vivirlo. ¿Y el tiempo? Mejor vivirlo que medirlo. Las horas vuelan como
pájaros y los minutos se marchitan como flores, huyen como ríos.
- De la
muerte renacemos, susurró dulcemente Rosario -adivinando sus vagaciones-, como
el sol: muere para volver a nacer.
- Sí, le
contestó, pero sólo el amor puede encender lo muerto. Y reflexionó: El amor
aparece así, como la luna brillando sobre el desierto, en la oscuridad nocturna
de nuestra existencia. Y los sueños, las ilusiones, vuelan como pájaros, como
nubes, fugaces, pasajeros, vuelven del más allá a desvelarnos el corazón. Él
palpita y canta y el alma, el espíritu, sueña y baila. Sin brazos y sin piernas mi cuerpo parecerá un cohete y vosotros seréis
las estrellas. Vosotros, sueños, que no sois sino como los minerales,
estrellas hundidas, enterradas, esperando el pique, el martillo...
Siempre habrá un piano vibrando, cantando solo
en el desierto, en la tierra de nadie, en la tierra de ensueño mojándonos el
alma. ¡Quien te arrancara tu supremo acorde, tu sublime melodía! ¡Quien te
despertara el alma y te hiciera cantar los misterios escondidos, los sueños
olvidados, las ilusiones perdidas, para que florezca el desierto de nuevo! Y
recordó los versos del poeta: “No me
siento solo en la noche,/ en la oscuridad de la tierra…/ Tengo en mi voz la
fuerza pura/ para atravesar las tinieblas./ Muerte, martirio, sombra, hielo,/
cubren de pronto la semilla./ Pero el maíz vuelve a la tierra / Desde la muerte
renacemos.”
IRINI LAMBROPULU
[CUENTO PRESENTADO EN EL CONCURSO DE CUENTOS DIA E, INSTITUTO CERVANTES 2013]