martes, 3 de abril de 2012

Las posesiones

Las posesiones materiales
En mis primeros recuerdos de niñez destaca la figura de mi abuela paterna.
Era modista de profesión. Ya que mi madre trabajaba fuera de casa ─algo poco común en aquellos tiempos─ yo pasaba largos ratos con mi abuela en su taller, que estaba al otro lado del patio de nuestra casa de entonces, escuchándola contarme historias, mientras cosía vestidos para sus clientas.
Sus cuentos eran largos, complicados y no tan infantiles, puesto que solían tratar temas de amores, de traición, de venganza, en resumen de todas las pasiones humanas. Tenían, eso sí, un final feliz, aunque los héroes y las heroínas tendían que pasar por muchas desventuras, antes de que todo se resolviera de manera feliz, aguantando infortunios y tormentos de toda índole. Esos cuentos me encantaban, me hacían vivir momentos mágicos. Es una pena que ahora no puedo acordarme de sus tramas, ni soy capaz de reconstruirlos, por mucho que lo intente. Sólo tengo recuerdos de algunas frases, en especial de las que eran en forma de versos, o de ciertas circunstancias particulares, pero ni podría decir si estas forman parte de un mismo cuento o de varios.
Junto con los cuentos, la abuela me contaba también historias de su propia vida. Siempre hacía la distinción, para que yo lo tuviera muy claro, cada vez, si lo que me contaba era un cuento fantástico, o una historia real. Cabe recalcar que igual que lo que sucedía con los cuentos, la abuela, al contarme las historias de su vida, tampoco las pasaba por censura, a pesar de mi corta edad. De modo que muy pronto me familiaricé no sólo con sus recuerdos de los años felices de su niñez, en la próspera ciudad del Mar Negro donde había nacido, de sus graciosas aventuras escolares, o de sus amores con mi abuelo, sino tambien con las ciurcunstancias bajo las cuales su familia fue expulsada de su tierra natal, después de la derrota del ejército griego al final de la expedición desastroza de 1922. No me acuerdo si la abuela mencionaba en su narración fechas específicas, o nombres de personajes y sitios históricos. Desde luego, en la edad de tres, cuatro o cinco años yo no habría sido capaz de asimilar datos de esta índole, aunque me los hubiera dado. Lo cierto es que me acuerdo claramente de la descripción de los sufrimientos que ella y sus parientes ─incluido mi padre─ tuvieron que soportar, entre el momento en que se dieron cuenta de que no les quedaba otra que huir, abandonando todas sus posesiones para salvar la vida, y el tiempo de su definitiva instalación en un barrio de refugiados de Atenas, unos dos años después. Al escuchar aquellas historias yo sentía a flor de piel, con mi viva imaginación infantil, los sufrimientos, las penas, el terror, el desaliento y también el aguante y la esperanza que mi abuela y su familia tuvieron que experimentar durante todo este tiempo.
 Leyendo lo que acabo de escribir, uno podría pensar que mi abuela fue una persona  dura,  áspera e incluso insensible. Nada podría estar más lejos de la realidad. Ella fue la persona más tierna y afectuosa del mundo, y además me quería muchísimo y me lo hacía sentir plenamente, en cada momento. En efecto, aunque sus historias fueran crueles, ella tenía su manera de contarlas teniendo siempre en cuenta la sensibilidad y también las posibilidades de entendimiento que yo ─y sus otros nietos─ teníamos en cada edad, de  modo que sin ocultarnos la verdad, la suavizaba, para que no nos hiriera, ni nos aterrorizara. Después de todo, al igual que sus cuentos, también sus historias tenían un final feliz, puesto que la familia, a pesar de sus tantas peripecias, había podido por fin sobrevivir y prosperar  ─con algunas pérdidas, eso sí, aunque éstas para mí no contaban mucho, ya que concernían a personas que yo nunca había conocido─.  
Frecuentemente me he preguntado por qué mi abuela había sentido la tentación de contar a sus nietos aquellas historias de su vida desde muy pronto, aunque seguro que sabía que esas no eran material de cuento infantil. Pienso que la respuesta es que sentía un impulso invencible de comunicarse con sus seres queridos, poniéndoles al mismo nivel que ella. Por otro lado quería que nosotros, sus nietos, la conociéramos de verdad y que supiéramos su trayectoria y su lucha para sobrevivir y sacar adelante a los suyos. Porque esta proeza la había conseguido ella sola, con su aguante, su determinación y su trabajo, siempre con una decencia insuperable.
Los hombres de la familia, es decir, su padre y su marido, habían sido exiliados por el gobierno turco antes de la catástrofe, junto con todos los varones de origen griego desde los catorce hasta los sesenta años de edad─, tan pronto como nuestro ejército había desembarcado en Asia Menor. Sobrevivieron el exilio, pero no pudieron reunirse con el resto de la familia hasta años más tarde. Además, cuando al fin volvieron, los dos hombres no fueron de mucho provecho para la familia. Como contaba la abuela, los martirios que tuvieron que aguantar en las marchas forzosas por el desierto del interior de Turquia, la amenaza continua de la muerte que tuvieron que soportar, los habían vuelto impasibles y fatalistas, incapaces para la lucha.
Mi bisabuelo murió poco después de reunirse con la familia en Atenas, mientras que mi abuelo vivió unos años más, trabajando de zapatero para las familias de los refugiados, y “olvidándose” de cobrarles dinero por el calzado que fabricaba, porque, como decía, “eran tan pobres...”.  Así que el hombre de la familia tuvo que ser la abuela. Logró casar a sus tres hermanas menores con hombres decentes y trabajadores, y  dar estudios a sus tres hijos y a su único hermano. Se sentía muy orgullosa ─y con mucha razón─ de todo lo que había conseguido con su trabajo honesto, y eso que ni se lo esperaba de sí misma, en un principio. “Yo, era una ama de casa y no sabía hacer nada”, me decía. “De pequeña fui demasiado mimada, hasta perezosa, me llamaban princesita, era una inútil, de verdad. ¿Cómo pude yo afrontar lo que tuve que afrontar?  Sólo Dios sabe, qué me ha dado la fuerza...”
En realidad sus historias eran un paradigma de lucha y de determinación, un ejemplo vivo que consideraba esencial de transmitirlo a sus nietos. No sabía si iba a tener tiempo para contarnos sus historias más tarde, cuando tuviéramos más edad,  y por eso quería hacerlo tan pronto como podía. Tenía razón por precipitarse, ya que en efecto se nos murió cuando yo tenía doce años y su nieto más joven sólo tres.
La más importante moraleja de sus historias, lo que se sacaba muy claro de todas ellas, era que las posesiones materiales que uno acumula a lo largo de su vida, no se pueden fiar. Sirven, sin duda, para que la vida sea más placentera, pero hay que tener en cuenta que se pueden perder en cualquier momento. “Lo que cuenta, de verdad, no es lo que uno tiene, sino lo que uno es. Lo que conoces, lo que has aprendido, lo que sabes hacer, nadie  te lo puede quitar. Con ello puedes salir adelante en la vida, cualesquiera que sean las circustancias que te toquen vivir. Por eso lo que más vale es la educación”.
Todos sus nietos hicieron estudios universitarios, ninguno es rico, todos son gente honesta y decente.  

Tina Dugalí                                                                                          Atenas, 28 de marzo 2012

1 comentario:

  1. Es eso exactamente lo importante: no las bienes materiales sino más bien la herencia cultural que se pasa tras las generaciones. Qué interesante que no se pueda heredar por medio de los genes, sino por los cuentos de la abuela que forman parte integral del acervo culural griego. Una vez más, !enhorabuena Tina!

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