viernes, 4 de mayo de 2012

De dos a nueve

En el contenedor de basura había un libro de Kafka, El Castillo, estaba escrito con letras doradas sobre la cubierta negra. Alguien lo había tirado encima de una bolsa de plástico llena de conservas de leche, cáscaras de naranjas y restos de pasta con salsa de tomate. Arriba, en el cielo, el color de la noche, que se colgaba de las estrellas débiles y borrosas, era negro como la parte más profunda del corazón.

Dieron las dos. Un gato con su pelo gris, sucio y raído  dio un salto y aterrizó en el contenedor. Olfateó los bordes de las páginas del libro y manchó su nariz con salsa de tomate.

Detrás del contenedor se encontraba la entrada de un edificio. En el piso de la segunda planta, un viejo estaba sentado en su butaca viendo la tele. Los indicadores del reloj que llevaba en su mano delgaducha, se movían a la izquierda con un ritmo lento pero al mismo tiempo continuo  e inevitable.

A las diez y media-la noche aún profundamente negra- un taxi paró en la calle. Una mujer joven abrió la puerta y se bajó del coche, diciendo al taxista:

-Lléveme al centro por favor, a la plaza Victoria.

 Sus ojos estaban secos, porque se había prometido a si misma que él no la vería llorar.

El estaba allí, mirándola desde la distancia. Se quedó cerca del contenedor y le pareció que las letras doradas sobre la cubierta del libro brillaban de una manera burlona. El Castillo era su libro favorito. Y ella lo sabía.

Fueron tantísimas las conversaciones que los dos habían tenido sobre  K. y su relación extraña con esa Frida, su existencia inexpicable en el mundo inhóspito de Kafka. Habían hablado mucho los dos, debajo de sábanas blancas y siempre con el sonido de su ventilador roto, que les hacía más soportable el calor de su cuarto pequeño.

Ahora ella se acercó a él para besarle.

-          No lo hagas . Le dijo él.

-          Te voy a odiar.

-          No. No me odies.

-          Te voy a odiar pero en este momento aún te quiero mucho.

Sus ojos estaban secos. Y así permanecerían. Apretaba sus mandíbulas tan fuertemente que empezó a dolerle la cabeza.

El tenía los ojos rojos, cansados y ninguna palabra para decirle. Tenía sólo un terror que le invadía por completo. .

-Te he traído esto, le dijo él. Llevaba el libro en sus manos.

- No lo quiero.

-Tómalo por favor. Quería dártelo. Quiero que lo tengas tú.

- Νo quiero nada de ti.

Se lo quitó de las manos y lo tiró al contenedor. El libro cayó encima de una bolsa de plástico lleno de conservas de leche, cáscaras de naranjas y restos de pasta con salsa de tomate.

  Luego eran casi las nueve. El cielo arriba se transformaba poco a poco de negro a gris. Un gato gordo daba vueltas en la acera manchada. En un piso, de un edificio en la calle de Kapodistrias número tres, un viejo preparaba su cena. En el fregadero los platos sucios estaban puestos uno encima de otro, formando un castillo. Desde la radio que estaba sobre la mesa redonda  se podía oír la voz de una mujer leyendo las noticias. Un olor pestilente subía de la calle y entraba por la ventana. El viejo pensó que era una mierda vivir encima  de un contenedor de basura, especialmente cuando los basureros estaban en su segunda semana de huelga.

En la calle, fuera de una puerta blanca del almacén de un supermercado, se había quedado una muchacha esperando. Miraba a la puerta que acababa de cerrar él. Y como el color del cielo se iba haciendo más luminoso, a medida que cada parte oscura iba desapareciendo poco a poco, ella sentía que podía respirar más fácilmente. Se acercaba la hora en la que aún no sabía nada. Se acercaba el tiempo en el  que aún le quería con ingenuidad. Las noches en las que le daba besos debajo de sábanas blancas y con el sonido de un ventilador roto salvándoles del calor.


Artemis Sofiou, el 4 de mayo 2012                               (Texto escrito para la tarea de clase 'El Tiempo') 

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